25/11/10

El arte de sugerir (M, el vampiro de Düsseldorf)

Muchos de los responsables de la incipiente industria hollywoodiense pensaron que la llegada del cine sonoro sólo serviría para adaptar obras teatrales y realizar dramas musicales. Fritz Lang les mostró en M, su primera obra con sonido, que este aspecto técnico podría ir más allá y convertirse en un recurso narrativo y estético de vital importancia en una película. En M, el director alemán utiliza con sorprendente agilidad los sonidos –y también los silencios- para aumentar la tensión dramática del relato, y juega con ellos para encadenar diferentes escenas. A modo de ejemplo, cuando los ciudadanos de la ciudad están leyendo un cartel donde se anuncia la búsqueda del asesino, la voz que escuchamos es la de un personaje que se encuentra en un bar leyendo el periódico en voz alta, que corresponde a la siguiente escena, una escena que nosotros como espectadores aún no hemos visto.

La única música que se escucha a lo largo del metraje son unos compases de Peer Gynt, de Edvard Grieg, que silba el asesino. Unas notas que deberían ser alegres pero, utilizadas del modo en que las utiliza Lang en la película, se convierten en obsesivas y en un claro símbolo de amenaza. Es curioso que estos compases le sirvan a un mendigo ciego para terminar desenmascarando al asesino. En una ciudad donde todo el mundo lo está buscando, es un inválido quien consigue descubrirlo. Aquí el director nos reitera que el sonido es clave en esta historia.

Como hemos dicho, Lang realiza un trabajo de virtuoso en cuanto al uso de los sonidos… pero también de los silencios. El director consigue, a través de ellos, inferir al espectador una sensación de amenaza y de opresión. Justo después que la pobre madre de Elsie Beckmann se asome por la ventana y grite su nombre, Lang impone el silencio, un silencio fúnebre, desolador, que, unido con una serie de imágenes metafóricas, nos da a entender que aquella niña nunca volverá a casa.

Son estas metáforas, y también las elipsis, otros de los aspectos más logrados del film. Y es que el director alemán nos cuenta una historia de horror, de violaciones, de crueldad… sin darnos ninguna escena turbia, pavorosa, explícita. Lang no enseña, sugiere. Prefiere esconderlas debajo de estas metáforas y estas elipsis. El asesinato de la niña Beckmann es una muestra clarísima. Ni siquiera vemos a los dos personajes –asesino y víctima- juntos. La pelota de ella por aquí, la sombra de él por allí, el plato aún sin comida encima de la mesa de la casa de Elsie, el globo de ella en los cables eléctricos, sin nadie que lo agarre. Todo esto, este juego de montaje, imagen y el empleo del silencio, hace de esta secuencia una verdadera joya narrativa, llena de símbolos, precisa y concisa.





La película llega a su punto más álgido cuando se produce el juicio del asesino, un juicio llevado a cabo por los propios delincuentes. Gracias al monólogo de Peter Lorre, el asesino, Lang nos presenta al personaje como una víctima más de una sociedad corrompida, que está psicológicamente enfermo. Este contraste nos hace reflexionar sobre quiénes son víctimas inocentes y quiénes en mayor o menor medida son culpables de sus actos. El director alemán consigue mostrarnos de manera muy completa el retrato del asesino, y nos da a entender que es un producto más surgido de esta sociedad enferma. Todo esto lo hace siempre dejando la distancia suficiente entre él y el espectador. Por ejemplo, la madre de Elsie Beckmann prácticamente sólo aparece en el principio, preocupada por su hija, que no llega a casa. Después de el asesinato ya no la volvemos a ver hasta el último plano. No vemos ni su reacción, ni su dolor, ni el abismo personal de la pérdida. Y es que Lang no quiere interferir en la conclusión de cada uno de nosotros, él nos cuenta una historia, con un gran dilema, y son los demás los que juzgarán, cada uno según su sentido de la justicia o su visión de la vida y de la sociedad. 


16/11/10

El teatro de la vida (Ser o no ser)

Cuando te planteas realizar una sátira mordaz sobre un asunto tan sumamente controvertido –por no decir extremadamente serio- como es el nazismo lo más probable es que te quede un trabajo de mal gusto que sólo consiga provocar rechazo, o incluso desprecio. O esto o eres Ernst Lubitsch. El director, que nació alemán y terminó adoptado por los americanos, desarrolla en To Be or Not to Be una brillante comedia negra sobre la invasión alemana en Polonia, una obra que parodia hasta la saciedad los estamentos jerárquicos nazis basándose en la ridiculización de los adeptos al Führer.

La clave de Ser o No Ser reside en el ritmo frenético que marca Lubitsch a lo largo de la película, con unos personajes que van apareciendo y saliendo de plano de manera constante y que dan pie a una sucesión de escenas hilarantes, donde la comicidad de la situación se exprime hasta el infinito. Es decir, cuando el espectador cree que una escena ya no puede dar más de sí, Lubitsch, mediante un giro inesperado, consigue prolongarla, logrando darle una vuelta de tuerca más al asunto.

Como se ha comentado, el film satiriza el nazismo y se burla de sus adeptos, a los que presenta como individuos estúpidos, cobardes e hipócritas, pero también realiza una aguda crítica del militarismo, por ejemplo, de la jerarquización de la sociedad o de la obediencia ciega.

El acurado guión no permite salirte de la película en ningún momento, y está repleto de diálogos muy buenos perfectamente interrelacionados entre ellos, a través del uso de la repetición en distintos momentos del metraje. El director judío logra construir una historia con un sentido narrativo extraordinario, hilvanando a la perfección todo un conjunto de ideas llevadas con esa elegancia que tanto lo caracteriza, y donde el concepto de representación se sitúa en el centro del huracán. Lubitsch juega con la conjunción que se produce entre el teatro y la vida. Así, los personajes del film son actores de teatro, pero los acontecimientos provocan que también tengan que actuar fuera del escenario. Esta confusión entre una y otra representación estará presente a lo largo de todo el largometraje, pero no se convierte en una película tramposa en ningún momento, porque todo está presentado de forma muy refinada, como sólo Lubitsch podía hacer.


Uno de los aspectos que más inciden en el hecho de que, a pesar de su -en apariencia- intrincada narración, esta obra fluya sin obstáculos y llegue perfectamente al espectador, es la dirección de actores. Las interpretaciones son muy buenas y esto da pie a que Lubitsch pueda jugar con los distintos personajes, a veces dándole a uno el rol principal, para después centrarse en otro y terminar entregando en un cierto momento el peso de la acción al más secundario.

Con una estupenda banda sonora, a cargo de Werner Heymann, que acentúa magistralmente la comicidad de algunas escenas –y también el drama de otras- y con una ambiciosa fotografía, el director alemán logra crear una comedia  ácida, especialmente corrosiva. Para conseguirlo se sirve de muchos aspectos técnicos propios del género, como son la utilización de planos medios o americanos para dar al espectador una idea de conjunto de la escena. La cuestión aquí es lograr un encuadre óptimo para que la acción y los diálogos no dejen lugar a una posible confusión.

Además, los espacios por donde se mueven los personajes son totalmente diáfanos, otra de las características importantes del género. Y es que todo tiene que confluir y poseer la suficiente transparencia para logar llevar a cabo una de las parodias más arriesgadas pero también más solventes que existen en el mundo del cine.